Autor Guillermo Witto Arentsen
Me llamo Lucas y hace muchos años atrás, estudiaba en Santiago.
Por aquella época yo viajaba solo una vez al mes. Lo hacía cuando la ropa limpia empezaba a faltar y se hacía necesario cambiar, al menos, los calzoncillos. Me gustaría haberlo hecho con más frecuencia, pero la situación económica no daba para tal despilfarro. Si bien es cierto, el pasaje desde la capital era el equivalente a 10 dólares, esos pesos me hacían falta para pagar los vicios, más bien, el único vicio que yo tenía en ese entonces, que era el “Lucky Stricke” sin filtro, cigarrillo que, a fines de los ochenta era muy difícil de encontrar. Generalmente tomaba el bus que salía desde el terminal los Viernes a las 19, pero en esa oportunidad lo alcancé a la entrada a la carretera el jueves al mediodía, ya que por ser víspera de feriado largo, nos daban la tarde, con el compromiso de recuperar el tiempo perdido más adelante, compromiso que yo era el único que cumplía.
Ya me encontraba sentado en el asiento número quince que daba hacia el pasillo – lo mío no era una cábala sino seguridad. Alguien de prevención de riesgos me había comentado que los asientos del centro que dan hacia el pasillo son los que tienen menos mortalidad en caso de accidente- cuando la vi subir la escala de la puerta de acceso. El corazón me dio un vuelco, la respiración se me transformó en una locomotora desbocada y pude intuir el color granate que se me iba instalando en las mejillas. Ella era la mujer perfecta. La que calzaba perfectamente con ese ideal que solemos imaginar cuando cerramos los ojos con fuerza y nos imaginamos la encarnación de la voluptuosidad y nos da motivación para el autoerotismo. Alta pero no tanto, rellenita, pero no tanto, morena, pero no tanto, ojos verdes y una sonrisa a la que le sobraban dientes.
Continúa…