Cuento: Desencantar De Los Cantares

1º Lugar

Jorge Vega Gálvez-Rivas

Cada vez que Alfonso escuchaba en las conversaciones de pasillo que se venía un Golpe de Estado, íntimamente se imaginaba luchando junto a otros jóvenes en las calles y sentía al menos dos cosas: miedo a perder la vida, y miedo a no perderla.

Solo su hermano mayor y yo sabíamos que detrás de su imponente fuerza física, sus discursos encendidos y ese apasionado compromiso con lo que llamaba… “la revolucionaria construcción poética de un mundo mejor”, Alfonso vivía entre la omnipotencia de los 19 años recién cumplidos y la profunda inseguridad que le causaban; su secreta virginidad, sus enormes amores nunca correspondidos y ese espantoso acné que desde los primeros días de su adolescencia se había ensañado con su cara.

Sintió en el cuello el viento helado que baja de noche con el río Mapocho desde la cordillera, instintivamente se subió las solapas y apuró sus pasos sobre el “Puente Bandera”, ese amplio puente construido para reemplazar al mítico “Cal y Canto” de antaño y que los habitantes de Santiago, llamamos indistintamente “Puente Mapocho”, por ser aledaño a la antigua estación de ferrocarril eso “Puente Independencia”, porque allí nace la avenida que lleva ese nombre y que atraviesa toda la zona norte de la capital hasta perderse en la pobreza.

Durante largos minutos, Alfonso esperó sentado en el primer paradero de Independencia, hasta que el arribo de un bus muy iluminado y casi vacío lo sacó de su ensimismamiento. Pagó al chofer con las monedas justas y se metió por el pasillo al fondo sin mirar a los otros pasajeros, que de reojo le parecieron solo bultos o sombras adormiladas.

Se estiró sobre dos de los asientos traseros, limpió con los dedos el vidrio de su ventana y se fue observando a los escasos transeúntes que circulaban por las veredas a esa hora.

Mientras pensaba vagamente en lo que haría, miraba las consignas políticas escritas sobre los muros, y trataba de distraerse leyendo los pequeños letreros luminosos de las tiendas de géneros y textiles que abundan en el barrio.

Cuando el bus se detuvo en el paradero siguiente; vio debajo de él, una pareja que se despedía cariñosamente, soltándose con dificultad las manos.

No pudo evitar que lo invadiera la imagen pálida y sonriente de Ángela Mancini, “..mi despiadado, voraz e incombustible amor” -decía con voz teatral-… “la mujer más hermosa del universo, la más bella de toda la historia de la humanidad (siempre se reía con ese chiste), seguida quizás, ¿y desde muy lejos! por la naciente Venus de Botticelli”.

 

Continúa…