Cuento: Genio y Figura

Laura Caballero Canales

Les advierto que guarden silencio, porque todo lo que me cuenten podrá ser escrito en su contra.

Cuando la vieja matriarca se murió, allá en México, tuvo un último ataque de “vieja jodida”, esa que siempre fue. Los últimos años se ablandó un poco, sobre todo después de la muerte de su hijo mayor. Ya no discutía tanto e incluso era hasta amable, algo impensado en ella en sus años mozos.

Se comportó como cualquier abuela en la invitación a tomar té para conocer al novio de su nieta menor y no había hecho ningún comentario sobre los rasgos aborígenes y el tono de piel oscura del muchacho. Saludó con gentileza a la futura suegra, una señora de apellido Segura, haciendo caso omiso al gran parecido que tenía con la Guadalupe, que trabajaba por décadas en su casa. Ambas llevaban un bordado bastante parecido en las blusas, con pájaros y flores multicolores.

Se había resignado a tener bisnietos morenitos, de grueso pelo negro, como la gran mayoría de sus vecinos en San Miguel. Los tiempos habían cambiado, y, por último, Benito Carranza, el novio en cuestión, era vulcanólogo, se manejaba perfecto con los cubiertos, hablaba inglés con fluidez y se veía enamorado. Mal que mal, con la reciente erupción del Netzahualcóyotl, donde estaban los antiguos baños, había salido varias veces en la televisión.

Cuando todos pensaban que había cambiado, que el último accidente vascular la había transformado en una viejecita adorable, tuvo un último estertor de su antigua porfía. Había hecho prometer a su marido, pollerudo hasta para enviudar, que cuando muriera la haría cremar y repartiría sus cenizas. Quería que la mitad se quedara en un ánfora en su casa de San Miguel de Tlaixpan, en Texcoco, al que ella llamaba simplemente San Miguel, porque le recordaba su antigua casa en El Llano Subercaseaux, vigilándolo todo desde el librero, y el resto fuera a parar a la tumba de su madre en un cementerio cercano a Santiago de Chile.

No fuera a suceder que la “Lupe”, a la que nunca le tuvo mucha confianza, aunque ya llevaba una veintena de años en la casa, saliera cascando con las joyitas heredadas de su primer marido y que les correspondían a las hijas mayores. Mucho afecto no le había dado Hernán, porque parece que lo repartía por demasiados lados, pero por lo menos tenía algunas buenas joyas de corte clásico que se habían valorizado con el tiempo. A diamond last for ever, repetía cuando le criticaban ese afecto desmedido por los brillantes tan inconsecuente en una intelectual de izquierda como ella. Por algo había dejado a Hernán por el periodista exiliado y soñador, padre de su hija menor, que le había compensado en afecto lo que había tenido que dejar en bienes.

 

Continúa…