Carlo Lozano Burgos
Por esas extrañas coincidencias de la vida, aquellas que te dejan pensando siempre que el destino quizás existe en alguna parte, cruzó corriendo la calle justo en la esquina donde el día anterior, con cortesía y amabilidad, la había acompañado para que subiera segura al trolley mientras la miraba desde abajo partir como en una antigua película en blanco y negro, como en aquellos momentos en que uno asume que la galantería y la dulzura del enamoramiento te viste de traje, sombrero y un habano humeante, como a Humphrey Bogart en el aeropuerto de Casablanca. Esa misma esquina ya hacía muchos meses había cobrado la vida, casi como si en ciertos momentos se transformara en una especie de ente maligno, de una pareja que en similares condiciones y con el mismo alboroto emocional había encontrado un final muy diferente. La “esquina peligrosa” la llamaban los vecinos así como la prensa, los locutores de diario, los políticos que se asomaban con el rostro “empatizado por la desgracia de su amado proletariado”, ambas policías y hasta a un ministro cuando un día fue increpado en un acto matutino que nada tenía que asociarse con la famosa esquina, pero y que a pesar de todo, nadie supo o más bien nadie quiso solucionar; tal como me decía un buen amigo en mis tiempos galénicos chilotes, “cuando un cristiano muere en un accidente, mandan a alguien a tapar el hoyo que rompió el neumático”.
Pero el amor, que te mantiene más cerca de las nubes que de este inmundo y hostil suelo, llevó esa mañana a un tipo prudente a desbordarse por alcanzar aquel lugar que justamente personificaba su cielo, la esquina de la despedida romántica, esa esquina que uno nunca olvida y que alguna sonrisa o suspiro te extrae al recorrerla nuevamente sin importar el tiempo, por la que vale la pena pasar una y otra vez. La misma que tus zapatos dejan marcada como en un acto de territorialidad del mismo valor que tiene rayar un muro diciendo “te amo soniaaaaa”, pero de manera más privada y por tanto más íntima de recordar.
Esa misma esquina que para tantos tenía significados tan distintos, fue la misma que le recordó a Manuel, el “Manu” para sus amigos de la facultad de arte de la universidad del puerto, que la vida es transitoria y que lamentablemente las pasiones, las mismas que nos dan vida en nuestros momentos más plenos, también son las mismas que en un mundo hecho para no sentirlas te castigan con ese mínimo momento de descuido, el mismo que lo llevó a quedar enterrado bajo las ruedas de un automóvil que como suele ocurrir, nunca frenan a tiempo.
Continúa…