Oscar Fertilio Trincado
Siempre tuve recelos y porqué no decirlo, antipatía por las personas de labios delgados y más aún si no les veía los dientes cuando sonreían. No sé porqué, pero puede ser que ese cierto parecido a la boca de los peces me recordaba el acuario de mi padre que era un verdadero altar al cual no me podía acercar sin escuchar un amenazador ¡¡¡CUIDADO¡¡¡ que me hacía retroceder de un salto balbuceando un tímido perdón.
Fishman tenía ese tipo de boca, además de su escaso pelo, unos ojos algo desorbitados enmarcados en unos gruesos anteojos y su invariable terno gris oscuro lo convertían en un gran pez que desde el primer día que lo conocí sentí que no seríamos amigos. Lo conocí cuando entré a trabajar a la Notaría, a mis 25 años. El tendría unos 50.
La notaría, en realidad, era como un gran acuario, al igual que los peces, estábamos encerrados todo el día moviéndonos sin sentido de un lado a otro y abriendo y cerrando la boca sólo para decir palabras sin un atisbo de poesía tales como contrato, declaración jurada, fotocopia legalizada, etc.
No me esforcé por cambiar mi primera impresión en los 15 años que conviví con él. El estereotipo que me había construido sólo me permitía encontrarle defectos: viejo, rastrero, fresco, sacador de vuelta y poco transparente en algunas transacciones que hacía con algunos clientes que solo preguntaban por él. Mis sentimientos no pasaban desapercibidos para los demás, pero nunca tuvimos un desencuentro personal que hiciera patente esta turbia relación que se mantuvo fría y distante por los 15 años que pasaron hasta el día que anunció que jubilaría a fin de mes.
Los días pasaron deliciosamente rápido y hoy era su último día de trabajo. En toda la jornada me costaba concentrarme por estar sólo pensando en lo maravillosa que sería su ausencia. Pero, él, como adivinándolo, pasaba cerca mío con un fajo de documentos con la agilidad de un primer día de trabajo como diciéndome: “Hoy me voy porque quiero y puedo, no porque no me necesiten”. Yo lo miraba alejarse y veía como su bufanda flotaba tras su nuca como la aleta dorsal de un de un pez camino a la red que lo inmovilizaría para siempre.
Ya no sólo no lo quería… lo odiaba, y pensar que todavía debía asistir a la tradicional cena de despedida que se haría esa noche en un restorán cercano. Dudaba si ir o no, pero mis 15 años en la notaría me convertían en el más antiguo y mi ausencia daría lugar a comentarios que no me convenían sobre todo ahora que el reemplazante de Fischman era un muchachón como de la edad con la que yo entré a trabajar allí y con él ya había tenido un altercado, pues quiso ocupar el escritorio que Fishman dejaba al lado de la ventana y gozaba de luz natural. Según él, le correspondía por ser el reemplazante y yo argumenté que debía ser mío por ser el más antiguo. “La antigüedad no concede beneficios, sólo la eficiencia los puede dar”, me dijo en esa oportunidad. No supe que contestarle. ¡Mocoso de mierda! Pero me quedé con el escritorio y el comenzó una guerra conmigo: “Uff, que hace calor, deberían abrir la ventana para que entre un poco de aire fresco”, decía en voz alta, sabiendo que eso me desordenaría todos los papeles y además me produciría una seguidilla de estornudos que era motivo de risas escondidas.
Continúa…