Cuento: Para Elisa

Luz María Aguirre Baeza

Llegó un día cualquiera, de un país del este, incorporándose al curso. Muy forradita en un abrigo que le quedaba grande, como si no le perteneciera, pero que, paradojalmente le sentaba.

Era bonita, hablaba poco y lo que decía era con acento adorable. Se le entendía todo, pero como si escucháramos una canción en otro idioma conocido, con una especie de musiquilla que acompañaba las palabras.

Llevaba en la cabeza anudado, su rebozo: un horrible y viejo pañuelo que nos decía todo, nos contaba todo, qué ¿de dónde venía?, lo que había sufrido. Aplastaba con el dichoso pañuelo sus ensortijados cabellos rubios, indiscutiblemente originales, con olor a norte.

Sus ojos, de un celeste intenso resplandecientes, por debajo y más abajo aún su simpeterna sonrisa, con la que nos conquistó a todos y una mueca ingenua que ponía cuando no entendía algo o quería aparentar que ella todo lo comprendía perfectamente.

Además, se colgaba en los hombros un abrigo y un antiguo paraguas que parecían venir directos de la guerra, grandes, pasados de moda y sobre todo tristes.

En aquella época todos estábamos un poco enamorados de Elisa, transitoriamente algunos y otros como yo lo estamos todavía.

Era tan distinta al resto de las mujeres del curso, siempre sonriendo amablemente.Nunca decía que no a cualquier cosa que se le pedía, incluso se ofrecía para ayudar a todo el mundo, salvo cuando se trataba de diversiones; ahí se ponía triste y decía que no podía acompañarnos, el por qué, con el tiempo se nos fue aclarando.

Nadie sabía en ese tiempo, aquí, en este país democrático, que los que huyen perseguidos de su tierra no eligen a dónde van, solo se van. Llegan donde pueden y llegando aquí, entre la monumental montaña y el mar; estás en el último país del mundo; ya no hay nada más, solo océano y hielos eternos; no hay más dónde huir. Entonces te das cuenta que tienes que adaptarte y este último rincón tiene que gustarte.

 

Continúa…